viernes, 10 de junio de 2011

Apuestas famosas y trebejos

Buenos premios en el Torneo de Londres 1851 
Todavía en la actualidad hay gente que sostiene que el ajedrez debe ser "amateur", vale decir, que hay que jugarlo por el simple gusto de jugar. Si hay premios para los vencedores, en dinero o en objetos de valor, se habla de ajedrez profesional.
En mi opinión, se trata de un concepto equivocado. Como en otros deportes, hay ajedrecistas que se dedican exclusivamente al juego y lo hacen su medio de vida. Pero el solo hecho de que se establezca un premio o se formule una apuesta, no convierte al ajedrez en deporte profesional.
De hecho, en el ajedrez siempre se hicieron apuestas. Es algo propio de todo juego y contribuye a que el jugador se esmere por ganar, lo cual eleva el nivel técnico de la partida. Damos por supuesto, naturalmente, que ambos rivales se comporten como caballeros y no se hagan trampas.
Hay apuestas famosas en la historia del ajedrez. Los árabes contaban que un acaudalado príncipe se consideraba imbatible y se puso furioso cuando un embajador extranjero lo derrotó. Entonces lo desafió a jugar otra partida, acordándose que, si vencía al embajador, podía llevarse a la más hermosa de las mujeres del harén; pero si ganaba el príncipe, le declararía la guerra al país del embajador. El juego se desarrolló en completo silencio, delante de toda la corte, y se llegó a una posición en que el príncipe parecía perdido. Inesperadamente, la princesa le señaló un sacrificio que salvaba la partida y le permitía dar jaque mate al rival. Claro que, como el soberano había triunfado con ayuda, conservó a su mujer pero mantuvo la paz.
Se dice también que, hacia el año 1078, el rey Alfonso VI de España, que había puesto sitio a la ciudad de Sevilla, dominada por los moros, recibió a un grupo de parlamentarios enemigos, encabezados por el gran visir. De parte del califa de Sevilla, el alto dignatario obsequió al rey un lujoso juego de ajedrez y lo desafió a jugar allí mismo una partida. La respuesta fue que, si ganaba el rey, la ciudad se rendiría de inmediato, pero si perdía, debía levantar el sitio y firmar un tratado de amistad. Alfonso, que era un buen ajedrecista, aceptó, y fue batido en forma inapelable. Así se salvó Sevilla, conservada por los árabes durante cuatro siglos más.
La libertad personal fue apostada en muchas oportunidades, según las leyendas que circulan en diversos países. Un antiguo romance  francés, de la época de Carlomagno, asegura que el duque Ricardo de Normandía  cayó prisionero de Renaud de Montauben, uno de los capitanes del emperador, pero se ganó el perdón derrotándolo en una partida de ajedrez. También Leonardo Giovanni de Cutro, virtual campeón del mundo a fines del siglo XVI, contaba que había rescatado a su hermano, capturado por los piratas turcos, jugando su liberación al ajedrez, con el capitán del barco.
Los premios en efectivo siempre existieron en los torneos importantes. Ya en el año 1575, cuando se midieron los maestros españoles e italianos en la corte de Felipe II, el monarca donó una fuerte suma de dinero para los vencedores. En tiempos más modernos, el torneo de Londres de 1851, organizado por Howard Staunton, también estuvo dotado de muy buenos premios e inauguró una modalidad que subsiste hasta nuestros días y que resulta absurdo desconocer. Aunque en los juegos olímpicos, para mantener otra tradición, están en juego las clásicas medallas de oro, plata y bronce.

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