miércoles, 29 de junio de 2011

Mis maestros

Por Juan Antonio Castro Torres (*)


María Pía tiene ocho años. Es mi nieta y, a su propio pedido, le enseño desde hace unos meses a jugar al ajedrez.  Mientras aprende el movimiento de las distintas piezas, sin que nadie lo sepa, ni ella misma, sigo aprendiendo el complejo oficio de abuelo. Ella está en tercer grado y yo, bochado en mi paupérrimo aprendizaje, en la salita inicial del Jardín de Infantes, donde no existe diablura que no haya ensayado.
Mientras tanto, cuatro días a la semana, afeitado y compuesto, de saco y corbata, me las creo. Especialmente cuando estoy impartiendo clases de ajedrez en el Centro de Jubilados de Barrio Parque Capital o de Barrio Los Granados donde, también, sin que nadie lo sepa, estoy aprendiendo. Por cierto, uno supone que, debido a la edad, no resulta para nada fácil. Aprender, digo. Por ejemplo, comienzo a comprender de qué se trata en realidad aquella vieja cuestión de la que hablaba un inolvidable gran maestro del ajedrez y de la vida: “cuenta más la predisposición que la posición”. 
De Capablanca, Alekhine o Bobby Fischer y muchos otros grandes que hicieron la historia del ajedrez les hablo a mis alumnos que invariablemente me devuelven con creces lo poco que de mi reciben. Es que ellos muestran en sus historias personales la calidad de maestros. Puedo afirmar sin temor al equívoco que son grandes maestros que muchos deberían escuchar y actuar en consecuencia. Algunos, con un sol propio, irradian humildad y sabiduría. Otros, por sus preguntas, me hablan del valor de la esperanza y la dignidad del trabajo. De la amistad me hablan. Con ellos aprendo de la libertad y de la independencia, del valor de algunas cosas que se fueron cayendo del tren de nuestra historia y que uno suponía perdidas para siempre, pero que no, allí están a disposición de los hijos y de los nietos, de los amigos de mis alumnos a poco que se lo propongan, como sociedad.
Cerrando el arco iris que se inició con los colores únicos de mi nieta María Pía está la maravillosa pregunta de Ana, mi flamante alumna de ajedrez que apenas si lleva cuatro clases elementales: “¿Profe, usted cree que con mi edad puedo aprender algo?” Mi respuesta fue la misma de siempre: “Delo por hecho, si yo aprendí a jugar al ajedrez usted tiene el doble de chances”. Confieso que para mi resulta todo un desafío porque los tiempos por venir inquietan a Ana, también aventajada alumna del taller de yoga, que alterna con el aprendizaje de pintura en tela con bastidor y las largas charlas colectivas de la nutricionista, amen de atender las cosas sustanciales de su familia. Tomándola de las dos manos con las mías, repregunté con la natural curiosidad del periodista: ¿Discúlpeme la indiscreción, pero me diría cuantos años tiene, Ana? Con una sonrisa que encendió sus pequeños ojos color esmeralda, en el acto me contestó: “Acabo de cumplir noventa y seis, mi querido amigo”. 
Allí me convencí, definitivamente. En efecto, estoy aprendiendo y esto me hace muy feliz, tanto que decidí compartirlo con todos mis amigos jubilados.  


(*) Periodista, escritor y MI (ICCF)

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