viernes, 3 de junio de 2011

Valor intrínseco y simbólico de las piezas

Las piezas del juego de ajedrez son de carácter simbólico. Para jugar una partida, carece de importancia que estén hechas de madera o de material plástico, por ejemplo. Basta que el tamaño y la forma permitan distinguirlas bien unas de otras. Lo que importa es la función de cada pieza.
Sin embargo, un determinado conjunto de piezas puede poseer otra clase de valor: un valor intrínseco, cuando está fabricado con materiales preciosos; un valor artístico como objeto, si ha sido tallado por un gran artista; un valor arqueológico, si es muy antiguo y revela algún aspecto de la evolución del ajedrez; un valor histórico, cuando con esas piezas jugaron grandes campeones; y hasta un valor sentimental, si se halla asociado a acontecimientos de nuestra vida personal.
En la Edad Media, los juegos de ajedrez eran siempre hechos a mano; no existía la producción en serie y los orfebres ponían todo su esmero en moldear las piezas una por una. Además, el ajedrez estaba reservado a las clases nobles y acaudaladas, de modo que las piezas eran construidas con frecuencia en marfil, esmalte, oro, plata y piedras preciosas. Cada príncipe, cada señor, quería poseer el juego más lujoso, y así nacían verdaderas joyas, que eran motivo de especiales disposiciones en los testamentos.
Los historiadores registran, para citar un caso, un juego de ajedrez primorosamente tallado en cristal de roca, que se conserva en un museo español. Se sabe que perteneció a conde Ermenegildo I de Urgel, en Cataluña, quien lo legó a un convento religioso luego de su muerte, acaecida en el siglo XII.
Abundan los testimonios acerca de parecidos legados, por parte de monarcas, cardenales y otros dignatarios de esa remota época.
Menos valor material, pero mucho mayor valor arqueológico, tiene el juego de ajedrez descubierto en 1831, en la Isla de Lewis, en el mar del Norte.
Un labrador encontró, en forma casual, un cofre que contenía setenta y ocho piezas labradas finamente en colmillo de morsa. Las blancas contenían el color natural del marfil, en tanto que las otras estaban esmaltadas de rojo. Se trata de piezas figurativas, en las cuales el rey, por ejemplo, figura sentado en su trono, debajo del cual hay un dragón alado. Estos trebejos han hecho suponer, con fundamente, que los vikingos ya conocían el juego hace, por lo menos, mil años.
El valor estético, escultórico, de un juego de ajedrez, no se limita a los tiempos antiguos. En nuestros días, un artista como el norteamericano Roy Shifrin se inspiró en el sentido bélico de la partida y elaboró un estupendo conjunto de piezas de bronce. Pero, modernizando la simbólica batalla del tablero, ha convertido a los caballos en tanques, y a los alfiles en piezas de artillería. El rey es, simplemente, el general en jefe que comanda el ejército.
En el club Argentino de Ajedrez, de Buenos Aires, se conserva el juego utilizado en 1927 por Alexander Alekhine y José Raúl Capablanca., en su cotejo por el campeonato del mundo. Las piezas son de madera, pero su valor radica en que fueron tocadas por dos glorias del ajedrez.
En cuanto al valor sentimental de un juego, baste señalar el caso de Robert Fischer, el genio norteamericano que se consagró campeón mundial en 1972. En su retiro todavía guardaba las modestas piezas de material plástico que le compró su madre, cuando tendía seis años, y con las cuales aprendió a jugar.

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