Hemos visto que, alrededor del año 1000 de la era cristiana, el ajedrez ya estaba bastante difundido en Europa, gracias a la influencia de los árabes en España, país desde el cual fue propagado a otros del viejo continente.
Tal como ocurrió antes en Bizancio, también en Occidente el juego fue al principio mal visto por la iglesia. Los motivos no son muy claros, aunque los autores suponen generalmente que se desconfiaba del ajedrez por su carácter intelectual, acaso rayano con la herejía, en una época de fuerte predominio del espíritu religioso y de la autoridad eclesiástica, como fue la Edad Media. La circunstancia de haber sido introducido por los árabes, invasores infieles, añadía un matiz casi de traición a la práctica del ajedrez por un cristiano.
Los testimonios de esa hostilidad son numerosos y hoy resultan, en muchos casos, por entero incomprensibles, así como, por ejemplo, en el año 1061 el famoso cardenal italiano Pier Damiani, dirige una carta al papa Alejandro II, en la cual lo comunica que ha impuesta una sanción disciplinaria al Obispo de Florencia, por haber incurrido éste en la grave falta de jugar al ajedrez, una conducta impropia de la dignidad de su cargo y que ofrece un mal ejemplo a la feligresía.
El enojo del cardena Damiani puede explicarse, tal vez, por razones de imagen episcopal, pero al menos no trasluce un absoluto desconocimiento del juego, como el que visiblemente tenía el obsipo Odo Sully, que ejerció su misión pastoral en París a fines del siglo doce. Monseñor Sully puso al ajedrez a la misma altura que los dados y demás juegos de azar, y los prohibió terminantemente al clero de su diócesis. el mismo error cometió el rey Enrique III de Inglaterra en el siglo trece, y el arzobispo Peckham llegó a castigar con tres días de ayuno a pan y agua a los monjes de un convento de Norfolk, sospechosos de jugar al ajedrez en su celda.
Esta prevención de monarcas y de obispos contra el juego-ciencia tuvo, naturalmente, un efecto limitativo en su difusión popular, ya que la intolerancia de aquellos tiempos tornaba muy peligroso desobedecer las prohibiciones. claro que los propios reyes y sus cortesanos, e incluso muchos cardenales, se consideraban a sí mismos suficientemente inmunes a la supuesta malignidad del ajedrez y eran entusiastas aficionados. Los ajedrecistas talentosos, pero plebeyos, sólo podían cultivar el ajedrez ingresando precisamente a la corte como preceptores de los nobles, y así fue como se desarrolló una singular especie de profesionalismo, semejante al de los músicos y poetas que creaban sus obras para deleitar al soberano. Esta situación se mantuvo, sin cambios, prácticamente hasta la Revolución Francesa.
A despecho de los prejuicios y de la superstición, de todos modos, el ajedrez se expandió por toda Europa: De España pasó a la Francia occidental; desde Italia llegó a Suiza y al sur de Alemania; por Francia saltó a Inglaterra. Los normandos conocieron el ajedrez en el Mediterráneo y lo llevaron consigo cuando volvieron a Suecia y a Noruega.
Precisamente acerca de la relación de los esclavos con el juego existe una leyenda muy curiosa: Se cuenta que cuando el rey o un señor feudal quería elegir marido para su hija casadera, los jóvenes aspirantes debían jugar una partida con el mejor maestro de la corte. Pero no se piense que la mano de la muchacha se conocedía al ganador; no: el resultado importaba poco, lo que se buscaba era descubrir el verdadero carácter del pretendiente, su valor, su honradez, su lealtad, y se creía que el estilo de juego revelaba esas virtudes o la falta de las mismas. En otras palabras: la partida de ajedrez era como un moderno test psicológico, y asombra comprobar hoy la profundidad de esa intuición de los antiguos vikingos.
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