“Nada mejor, hoy, que la
Monarquía constitucional”
Por Juan Antonio Castro Torres (*)
Me tiene sin cuidado que nadie lo crea. Resultó casi un milagro, y digo casi, porque en realidad esta maravilla moderna de la electrónica es uno de los tantos prodigios que tiene como origen el cerebro humano (no hablo de inteligencia humana, que es otra cosa). Lo cierto es que, de tanto buscar casi a ciegas y sin lazarillo informático (por mi ignorancia enciclopédica sobre la web) de pura casualidad logré tener en la pantalla de la computadora varias ventanas de la historia abiertas. Superado mi asombro por tanto conocimiento a disposición de cualquier mortal, me apresuré en aprovechar la ocasión, puesto que no sabía hasta cuándo dispondría de ese escenario infinito.
Con un preciso doble click me arrojé por la primera ventana seleccionada y me di, casi de boca, con la eternidad. Al primero que alcancé a divisar fue a Nerón. Como ya le habían informado de que yo era periodista se ofreció para una entrevista “porque hace mucho tiempo que estoy buscando a un comunicador social verdaderamente serio y objetivo, como usted. Tengo necesidad de desmentir categóricamente que yo incendié Roma. Ese día estaba lejos, a cincuenta kilómetros, en Antium, cantando el Illuipersis…” Mientras me alejaba le pedí disculpas por no poder acceder a su pedido, explicándole que tenía escaso tiempo para la misión que me había impuesto y seguí muy aprisa, pese a las dificultades naturales que presentaba el enrarecido espacio de la eternidad.
Minutos terrestres más (desconozco como se calcula el tiempo en la eternidad) me crucé con Napoleón Bonaparte que, por suerte, ni me saludó, siquiera sea por simple cortesía, abstraído en su consagratoria tarea de rascarse el ombligo con los dedos de su mano derecha. De pronto, descubrí a Aristóteles, cavilando, como no podía ser de otra manera. Fue el que mejor me orientó, después de una breve plática filosófica sobre el controvertido sexo de los ángeles, porque, muy pocos pasos más allá, o más acá, según como se expresa el caminar en aquella dimensión extra universo, encontré a quien era motivo de mis mayores desvelos desde cuando era un niño, travieso y muy curioso, y, en la escuela primaria, nos hablaban de su azarosa vida terrena. Así fue que, en vivo y en directo, sin odiosos intermediarios, sin sórdidos amanuenses, sin acartonamiento ni maquillaje, pude hablar con Francisco José de San Martín.
El Libertador, debajo de la bata blanca y transparente común a todos los propietarios de la eternidad, vestía el sencillo uniforme de cadete del Regimiento de Murcia, aunque en su rostro ya se delineaban aquellos rasgos que, llevados al daguerrotipo, lo inmortalizarían en su estancia final de Boulogne- sur- Mer.
Se lo veía delgado, al Padre de la Patria , estoico, pero de buen talante, dispuesto al diálogo, “mucho más con un connacional” como él mismo lo subrayó –en un perfecto tono castizo– cuando me presenté como cordobés y periodista.
– ¿Cómo se encuentra, señor?, le dije con emocionada voz y francamente impresionado por semejante oportunidad de estar a su lado.
–José, nomas… puede llamarme José, me suena mejor. El “Señor” está en el cielo, querido amigo periodista. Por lo demás, le diría que estoy en un buen momento, en primer lugar porque hombres y mujeres llegados de aquellas tierras han coincidido en decirme que, pese al tiempo transcurrido desde que dejé la Tierra , sigo siendo el prócer mas respetado por los argentinos y el más reconocido de toda la América del Sur. Aunque es injusto porque todos los prohombres que escribieron nuestra historia en Chile, Brasil, Bolivia, Paraguay, Venezuela, Colombia, Ecuador o Perú, merecen tanto o más reconocimiento que yo.
–Sí, pero usted fue el gran Libertador de medio continente, general… (casi que le digo “mi” general, pero no me animé y ahora me arrepiento) dije adulonamente, ubicándolo en un altar, en un escalón apenas por debajo de Dios.
– Pamplinas, amigo periodista, pamplinas. Tuve la suerte de tener una muy buena formación militar en Murcia que luego pude plasmar en los campos de batalla, comenzando por Bailén. Triunfé, mire usted la ironía, contra el invasor español en América al que le conocía sus limitaciones y debilidades porque ellos mismos me las enseñaron, pero la gran epopeya la libraron los pueblos nativos sojuzgados por el yugo extranjero. De sus nobles entrañas nacieron los verdaderos héroes, en su gran mayoría civiles, como lo fueron Manuel Belgrano, Mariano Moreno, Martín Miguel de Güemes y tantos que, como ellos, entregaron la vida en pos de una patria latinoamericana fuerte y unida.
Como para que la conversación resultara distendida, hasta llegar a la pregunta clave, la que me sorbía el seso desde que tengo memoria, le consulté:
– ¿José (aunque tenía su autorización, no pude contener el estremecimiento que me produjo el llamarlo por su nombre. Me seguía pareciendo un abuso de confianza), en qué ocupa su tiempo ahora que la inmortalidad lo tiene entre sus más conspicuos presentes?
– Estoy muy ocupado, distendido y entretenido a rabiar por estos días. Un ex campeón mundial de ajedrez que llegó por aquí hace muy poco (luego, investigando como inquieto periodista que soy, supe que se refería al norteamericano Robert “Bobby” Fischer) estoy profundizando este juego extraordinario que yo había practicado, superficialmente, en mis días de campaña, con frecuencia como ejercicio mental necesario, previo a las grandes batallas. Por cierto la falta de tiempo suficiente, no me permitía mejorar mis habilidades con los trebejos pero ahora, con la ayuda del maestro descubro el costado estético y artístico del juego. Ya soy casi un experto en la apertura Española, variante del cambio que, según afirman por aquí, era una de las preferidas de Capablanca, aunque este me dijo que de aperturas conoce muy poco. Fíjese usted, le acabo de ganar cinco partidas seguidas a mi hermano Carlos María (de Alvear), que ahora mismo está tomando clases con Fischer. Le di una verdadera tunda, desquitándome de alguna manera de las zancadillas políticas que él me hacía bastante seguido.
– General, una pregunta que me trasladó la ciudadanía que lo recuerda con gran cariño, ¿cuál fue el momento de mayor felicidad en su vida?
– Ah, mi amigo, excelente pregunta, que los historiadores nunca se han hecho ni se han preocupado por indagar en profundidad a través de mis dichos y mis acciones, donde obviamente pueden encontrar las mejores respuestas si investigan con la objetividad que se necesita para llegar a la verdad. Como ya nada se puede modificar en nuestra historia le digo con absoluta seguridad: los mejores momentos de felicidad que viví fueron aquellos tiempos en que permanecí como gobernador de Mendoza, preparando el ejército libertador. No sólo por la enorme responsabilidad profesional que asumí, sino porque coincidió con las más grandes satisfacciones en el orden personal y familiar. Pese a todas las dificultades que se presentaron para conseguir los dineros que permitieran adquirir o fabricar las armas para la gesta y los vaivenes políticos que se sucedían día a día en Buenos Aires y Montevideo, allí en Mendoza fui muy feliz. Hasta mis graves problemas de salud se atemperaron. La oportuna visita de Remedios, mi querida esposa, colmó mi espíritu de varón y marido. Esa euforia bienhechora fue fundamental para alcanzar el éxito que nos permitió triunfar en Chile y Perú, pese a la enfermedad que me tuvo a maltraer. Igualmente fui muy feliz en mi vejez con toda mi pequeña familia a mi lado, mi hija tan querida (Mercedes), mi yerno (Mariano Balcarce) y mis nietas (María Mercedes y Josefa), pero me faltó vivirla en mi querida patria. Y, en ese contexto de su pregunta, permítame que le diga que no hay nada más cruel que el exilio, aunque sea voluntario como en mi caso. Si pudiese ahora elegir, cambiaría toda la gloria conseguida y sus vacios oropeles para vivir mis últimos días en la patria tan querida.
A esta altura del dialogo yo estaba abrumado de emoción, mi corazón era una enorme escarapela celeste y blanca que latía acelerada por la adrenalina. Percibí que San Martín de algún modo también se sentía embargado por la emoción. Lo confirmaba el hecho de qué, ahora, debajo de su capa inmaterial, ya no lucía el uniforme de cadete del Regimiento de Murcia, sino mostraba aquella querida levita azul que solía vestir en sus largos paseos por los jardines de la casona que habitó en Grand Bourg, en su exilio francés. Paralelamente, me di cuenta de que había llegado el momento esperado. No podía demorar más la pregunta fundamental. No resultó para nada fácil. Se trataba del más grande entre los grandes el que se encontraba frente a mí, en un escenario extraño, imposible de decodificar a la simple luz de la razón. Reuní todo el valor posible y me decidí, como antes, cuando sin ningún esfuerzo extra, había podido entrevistar a personajes de distintas jerarquías sociales y políticas.
– José, mi última pregunta. ¿Por qué tuvo usted tantas diferencias con Simón Bolívar, a partir de aquella histórica reunión que mantuvieron en Guayaquil?
San Martín, por primera vez desde que comenzara la charla, se puso serio y parpadeó como cualquier ser humano y me asusté. Levantó la cabeza como buscando aire para respirar y yo sabía que esto ya no le hacía falta. Se tomó varios minutos que me parecieron toda una eternidad, como la que el detentaba. Cuándo recuperó su sonrisa natural, esto dijo el Libertador.
–Con Bolívar todavía lo hablamos y nos reímos, fraternalmente por cierto, de todo lo escrito y dicho sobre aquel encuentro en Guayaquil. En primer lugar hay que mirar y comprender el momento político e histórico en que se movía el mundo de aquel tiempo. Por haberme educado en Europa tenía una clara idea, por lo menos así lo pensaba, de lo que representaba una hipotética república y lo que era una realidad muy concreta, la monarquía. Bolívar imaginaba para nuestros pueblos la forma republicana de gobierno. No me disgustaba como objetivo a futuro, pero la falta de experiencias positivas me preocupaba sobremanera. Repare en lo que estaba pasando, justamente, en la Argentina. En cambio, algunas monarquías ejemplares, por siglos, habían dado sus frutos. Y me refiero exclusivamente a frutos positivos para los súbditos. Por cierto a mi me gustaban y me siguen gustando todavía las monarquías constitucionales que llevan siglos mejorando las condiciones de vida de sus pueblos. En Europa existen ejemplos que me dan la razón. Por cierto, ahora se encuentra muy acotado el poder de los reyes, para bien de todos. Mire usted, por ejemplo, en España con una democracia efectiva, en Inglaterra, en los Países Bajos, lo mismo en Dinamarca o Suecia. Ese era mi pensamiento que compartí en aquel encuentro en Guayaquil. En las monarquías consolidadas el tejido social está monolíticamente unido en una identidad nacional indiscutible, más allá, incluso, de algún rey poco capaz o licencioso que encuentra inexorablemente el freno necesario en una Constitución Nacional que todo el mundo respeta y cumple. En otras palabras y dicho con absoluto convencimiento, porque Bolívar coincide en un todo: ambos queríamos exactamente lo mismo, la libertad, la independencia, la felicidad y prosperidad de nuestros pueblos. Y esto se puede lograr a partir de ideas políticas muy distintas como son, en términos ideales, una república o una monarquía constitucional. Ambas pueden llevar a los pueblos al gran estado de salud cívica, personal y colectiva, con educación, justicia, equidad y paz real. Por supuesto aquellos que se ocupen de gobernar tienen que ser patriotas, honestos y capaces, nada más. Vaya y escríbalo así, estimado amigo cordobés, que esa es la verdad. Todo lo dicho por terceros sobre aquel encuentro en Guayaquil responde a meras interpretaciones que no se ajustan, en buena medida, a lo que hablamos Bolívar y yo.
Desde el monitor de la computadora de última generación una leyenda en ingles me devolvió a la realidad: This page is no longer available (esta página no está más disponible). Y me fui de prisa a ver si podía comprarme una levita azul para poder apreciar mejor el hermoso jardín de mi casa.
(*) Periodista, escritor y MI (ICCF) de ajedrez
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